La grave crisis por la que atraviesa la Iglesia chilena y también la Iglesia universal, nos interpela a una doble toma de conciencia.
En primer lugar no podemos dejar de contemplar, con un grito ahogado en el alma, el inmenso daño que se ha causado a tantos niños y jóvenes que han confiado en ministros de la Iglesia para encausar los más grandes anhelos de su corazón. Ellos fueron cruelmente traicionados y muchas de sus vidas fueron destruidas. Esta cultura del abuso – en palabras del papa Francisco- ha sido acompañada por una cultura del encubrimiento, que ha permitido que estos crímenes se perpetúen en el tiempo y de manera impune.
Una gran tentación surge de querer defender la imagen de la Iglesia, muchas veces desde un amor mal entendido hacia ella y del temor al hecho de que exponer los pecados de sus hijos pueda dañar la evangelización. Esto nos hace caer en defensas corporativas que junto con insultar y re victimizar a quienes ya han sufrido demasiado, no hacen más que dañar aún más a la Iglesia. El papa Benedicto en su Carta a los católicos de Irlanda en referencia a la crisis de abusos en ese país, dice que dicha defensa ha causado más daño que siglos de persecución. Otra gran tentación es comenzar a sacar promedios, y pensar que así como se ha dañado a muchas personas, también se hace tanto bien en los ámbitos de la evangelización, de la formación, de la educación, de la caridad, la solidaridad, y la promoción humana. Sin embargo, la acción del mal, y de un modo tan siniestro, no puede ser objeto de promedios. Jesucristo instituyó la Iglesia para continuar su gran anhelo de dar vida al ser humano. Y vida en abundancia! No puede ser que nos “tranquilicemos” con cumplir con lo que es lo normal de la acción de la Iglesia, mientras en sus mismos espacios y sus mismos ministros están esparciendo destrucción y muerte a seres humanos inocentes.
San Juan Pablo II solía repetir, que “el hombre es el camino de la Iglesia”, queriendo decir que la Iglesia existe para la persona humana, y no al revés. Todo daño al ser humano -a todo ser humano, a cada ser humano- debe ser causa de dolor indecible para la Iglesia. Cuánto más cuando ha sido su estructura y ministros los que lo han causado. La conciencia, el dolor, la indignación por todo lo que ha ocurrido, por la inmensa cantidad de vidas mutiladas o destruidas en el espacio de la Iglesia es condición necesaria para poder iniciar una sanación y una superación de la crisis.
La segunda toma de conciencia es mirar hacia el lugar correcto para desplegar los caminos de sanación.
Se podría pensar que la superación de la crisis viene de solo cambiar personas que ocupaban un cargo por otras, de –ahora si- aplicar la justicia que por tan largo tiempo no se aplicó, del desarrollo de protocolos preventivos, de pedir perdón muchas veces, o de modernizar y actualizar las normas del derecho canónico y vincularlo mejor con las leyes civiles del país. Todas estas cosas, como medidas de corto plazo pueden ser útiles e imprescindibles. Sin embargo están lejos de ser la solución al problema. Lo que se requiere es una auténtica y radical conversión.
Somos una Iglesia que por años – por muchos- se ha mirado a sí misma, desarrollando una cultura interior de auto referencia.
La conversión, se centra ineludiblemente por volver a mirar a Jesucristo.
Mirar en primer lugar, que la gran causa de Cristo es la persona humana y no la conservación celosa de una institucionalidad. La Iglesia mejor conservada, será siempre la que pone en primer lugar la gran causa de Cristo por la cual Él se hizo hombre: todo ser humano, cada ser humano.
Tenemos que contemplar el modo en que Cristo ejerce la autoridad y restaurarla en la Iglesia. Cristo ejerce su autoridad desde su misma esencia: el Amor. Por eso su autoridad es absolutamente sencilla y humilde, concebida sin otra motivación que servir para dar vida a la
persona humana y que se manifiesta radicalmente en el lavatorio de los pies y en su pasión y muerte por nosotros. Su respeto a la libertad humana es paradigmático: jamás manipulando ni imponiendo nada a nadie, sino proponiendo como esencia de su misión un camino que conduce a plenitud de vida.
Contemplar también muy profundamente, su relación con los seres humanos que lo rodean. Sus sanas relaciones de afecto, con hombres, mujeres y niños. Un gran problema de nuestra Iglesia anida en el modo como se desarrollan los afectos, en el modo en que se forma para la vida sacerdotal y consagrada, en el modo como se concibe la amistad, la relación con la mujer y su posición –aunque cueste reconocerlo- de inferioridad en la Iglesia.
Si se mira a Jesucristo, hondamente, auténticamente, radicalmente, y volvemos a su modo de ser Iglesia, pienso que comenzaremos un largo pero fructuoso camino de sanación, pasando previamente por reparar tanto como sea posible la vida de quienes han sido tan gravemente dañados y heridos. Mirando a Cristo, y desde Él seremos capaces de sanar aquello que ha enfermado gravemente a la Iglesia: un ejercicio del poder totalmente incorrecto, y una afectividad muy mal formada y mal vivida en demasiados casos. Una combinación que ha resultado mortal.
El papa Francisco, en su Carta a los católicos que peregrinan en Chile, ha insistido en que los laicos, -el pueblo de Dios- deben volver a tomar conciencia de ser “ungidos por el Espíritu Santo”, y deben sacar carnet de adultos en la fe. Como tal, están llamados a un gran protagonismo en la restauración de nuestra Iglesia gravemente enferma. La etapa de la juventud, dónde se es mucho más exigente y se ve con tanta claridad lo que está sucio y corrupto, es especialmente propicio para empeñarse en el maravilloso proyecto de Cristo y en su deseo de sanarnos.
Si abrimos realmente el corazón a la acción del Espíritu Santo y ponemos radicalmente nuestra mirada en Cristo, estamos en un gran momento propicio para trabajar todos juntos en la sanación de la Iglesia, de modo de recobrar en plenitud su misión que no es otra que la de Cristo: servir a la vida del ser humano.