Se puede entender… Es decir que puedo imaginarme que en este tiempo donde se nos enseña a sospechar de todo, donde la confianza (dada y recibida) es difícil de obtener, donde hasta las relaciones más íntimas están en crisis (la mayoría de los abusos sexuales se cometen al interior de la familia), puedo imaginarme, decía, que se mire al secreto, a los secretos, a las instituciones que guardan secreto, con antipatía, con recelo, con disgusto. Y es que el secreto nos vuelve vulnerables. Quien conoce mis secretos puede ejercer poder sobre mi, puede chantajearme, puede causarme un daño enorme en la reputación. Entiendo que se pueda llegar a pensar, entonces, que mejor eliminar los secretos. Mejor que todo sea expuesto. Todo bajo la vigilante mirada del ojo democrático. Entiendo, además, que a una institución que ha hecho mal uso del secreto, como lo ha hecho la Iglesia Católica en algunos casos de abuso sexual, se le quiera quitar el privilegio del secreto.
Todo esto es comprensible.
Si alguien pensara así, yo lo debería respetar.
Lo respetaría con la misma clase de respeto con la cual respetaría a quien cree que la tierra es plana. Un respeto humano profundo, no exento de una cierta empatía, de una cierta compasión, de una cierta conmiseración. Es decir que, hacia quien piensa que hay que eliminar el secreto de confesión tendría los mismos sentimientos de respeto con los que se mira a alguien que no entiende algo obvio.
Y es que es obvio que en una sociedad en la que queramos que no exista posibilidad de dominio absoluto de un hombre (ser humano) sobre otro hombre (ser humano), de una institución sobre los hombres (seres humanos), debemos dejar que el hombre (ser humano) y las instituciones tengan espacios reservados, donde nadie puede entrar, donde nadie puede tener derecho a saber. Porque sin estos espacios el poder sería demasiado potente. El chantaje que puede ejercer quien conoce nuestros secretos, sin límite. Debemos, si queremos ser libres, preservar espacios, lugares, situaciones en los cuales el secreto se guarda y no se utiliza, se guarda y se queda guardado para no ser sacado a luz nunca. Si perdemos esos lugares, esas ocasiones, esas situaciones, perdemos con ellos lo que en un principio queremos defender: nuestra libertad.
Amo la libertad. La mía y la de los demás. La amo tanto que dedico mucho tiempo a servirla: escucho confesiones frecuentemente, a veces por horas. El creyente, el que reconoce que cuando estoy confesando tengo el poder que desciende de la ordenación sacerdotal de remitir sus pecados, sale de mi confesionario libre, libre del mal que él mismo ha cometido. Se trata de una experiencia límite: el creyente, el penitente, expone voluntariamente lo vergonzoso, lo indeseado, lo débil de su persona. Dios, sirviéndose de mi pobre persona, perdona. Siempre. Sin reserva. Sin duda. A ti como sacerdote se te pide que escuches. Que entiendas. Que hagas creíble para el penitente el perdón y la misericordia. Para lograr esto, como cura, no debemos hacer mucho, no debemos poner mucho de nuestra parte, porque protagonista del sacramento es Dios, Él actúa. A ti se te pide que mantengas el secreto. De forma absoluta. El Código de Derecho Canónico dice que debes actuar como si no supieras. Esto es para servir a la libertad, para que las personas sean libres incluso de su mal. Quien se confiesa debe tener la certeza absoluta de que lo que cuenta en confesión queda bajo secreto absoluto, si no se confesaría porque entregaría al sacerdote demasiado poder sobre su vida.
Una persona perdonada es una persona que a su vez sabe perdonar. Sabe mirar al mal del otro con paciencia y dulzura. Que exista la posibilidad de confesarse no es un bien sólo para la Iglesia o sólo para los penitentes, en la medida en la cual logra su objetivo, la confesión es un bien para toda la sociedad que puede aprovechar de individuos más dispuesto a tolerar a llevar las fragilidades de los demás.
Es por ello por lo que haré objeción de conciencia. Me negaré, cueste lo que cueste, sea cual sea la consecuencia, a revelar lo que aprenda en confesión. Amo demasiado la libertad para no sacrificar la mía en pos de la de todos.