Columna: Muerte digna

«Aunque la libertad es un valor muy alto, no es el valor más alto. Este valor más alto es la misma existencia de un ser humano.»

El adjetivo digno, aplicado a la muerte, se ha prestado históricamente, y también en nuestro actual contexto nacional, para las lecturas más diversas.

Para los antiguos, la eutanasia, palabra que etimológicamente significa buena muerte, era descrita como aquella muerte sin sufrimiento y rodeada de los seres queridos, como aspiración ideal de quien vivía en una sociedad violenta donde la vida era muy precaria. Igual que ahora, fue una aspiración, un ideal, que sin embargo nunca supuso equivalencia alguna con lo que entendemos actualmente por eutanasia, esto, es que un médico procure la muerte de su paciente. No sólo era impensable en una sociedad que desde hace tiempo ha estado influida por el cristianismo, sino que incluso antes de él, siguiendo la ética dominante de la época, estaba prohibida en el ethos médico, como lo atestigua claramente el juramento hipocrático.

Es por eso que la asociación entre muerte digna y eutanasia no solamente es equívoca, desde el punto de vista histórico, sino que también implica una suerte de secuestro semántico. Se recurre con frecuencia a esta operación, debido a la potencia retórica que tiene asociar cualquier acto la intención de respetar con él la dignidad de la persona humana.

Este hecho nos obliga a detenernos en el significado de dignidad humana para poder dar sentido a la expresión muerte digna. Lo que es indiscutible es que la dignidad humana es una forma de reconocimiento del valor ético de lo humano en su especificidad y en su universalidad, en cuanto pertenece a toda persona humana. Sin embargo, las discrepancias aparecen cuando pensamos específicamente en qué debemos reconocer. Es ahí donde entran en conflicto las visiones que sostienen que la dignidad humana es sustancialmente la capacidad de autodeterminación con aquellas que consideran que lo que se reconoce es la totalidad de la persona, especialmente su condición de necesidad de cualquier índole. En el caso específico de la muerte digna, para algunos, los defensores de la eutanasia, se trata de respetar la libertad de desear morir, para otros, sus opositores, se trata de respetar la persona del sufriente, en sus múltiples necesidades: materiales, psicológicas, espirituales. Parece evidente que procurar la muerte no resuelve ninguna de estas necesidades, simplemente elimina al necesitado.

Un ejemplo nos puede ayudar a poner claramente en evidencia cómo muchas veces no respetamos la voluntad del que desea morir. Supongamos que nos toca presenciar un intento de suicidio de alguien que quiere tirarse desde una terraza, pero, para suerte suya, queda enganchado y colgando. Aunque él o ella pidan a gritos que los desenganchemos para realizar su intención suicida, sin saber nosotros nada de los motivos que lo han llevado a querer suicidarse, nadie en su sano juicio aceptaría hacerlo, más bien nos aseguraríamos que, por ningún motivo, se fuera a caer. Este ejemplo muestra claramente que, aunque la libertad es un valor muy alto, no es el valor más alto. Este valor más alto es la misma existencia de un ser humano. Aunque no estamos obligados a hacer cualquier cosa para evitar que alguien muera, de otra manera deberíamos prohibir cualquier actividad que provocara la muerte de personas (como conducir automóviles), a lo que estamos obligados es a no terminar la vida de otro, aunque él mismo lo quiera y pida. Y esto es precisamente de lo que se trata cuando hablamos de eutanasia.

¿Qué significa entonces, la solicitud de muerte digna? Significa que la enfermedad grave hace emerger con fuerza nuestra vulnerabilidad, que muchas veces no queremos reconocer. Ante esa manifestación de nuestro ser vulnerables la respuesta razonable no parece ser eliminar al vulnerable, más bien hacerse cargo de la vulnerabilidad. ¿Cuántas veces hemos oído decir a un adolescente que preferiría suicidarse a ir al SENAME? ¿Quiero esto decir que debemos eliminar a los niños del SENAME que lo pidan? El hecho de que la muerte sea relativamente próxima, o incluso inminente, no cambia radicalmente el escenario. Un día de vida no tiene un valor absoluto, pero sin duda tiene el suficiente valor para que nadie pueda considerar que vale menos que estar muerto. Y, tanto menos, nadie puede tener el deber ni el derecho de eliminar la vida vulnerable. Sería gravemente negligente para nuestra sociedad despreocuparse de las necesidades del vulnerable eliminándolo. El respeto a la dignidad humana exige hacer todo lo posible para que ninguno pueda pensar que es mejor estar muerto que estar vivo; en la práctica esto significa: tratamiento del dolor, cuidados paliativos y demás formas de hacerse cargo de la vulnerabilidad biológica, psicológica y espiritual de un enfermo. Porque reconocer la dignidad de la persona humana y de su muerte es hacerse cargo de la vulnerabilidad.

 

Padre Cristián Borgoño

Asesor Pastoral UC

Campus San Joaquín